campos de cardos secos
campos de cardos secos

Nadie sabe por qué los cardos no se mueren del todo. Parecen muertos, sí, pero resisten, erizados, como si llevaran en su espina la memoria de un tiempo que ya no tiene remedio. En las afueras del pueblo, al borde de una carretera olvidada, hay uno de esos campos de cardos secos: un mar de tallos cenicientos, endurecidos por el sol y el abandono. Allí se escondía a veces Tomás, cuando tenía diecisiete años y la vida le dolía como un diente mal enterrado en la encía del alma.

Un amor no correspondido tras campos de cardos secos

Tomás no era popular. Ni guapo. Ni audaz. Tenía las manos limpias, el corazón torpe y una mirada de perro que espera cariño. Le gustaba leer novelas antiguas, cuidar las macetas de su madre y escribir poemas que nadie leía. Era invisible para la mayoría, salvo para Carla.

Carla era el centro de gravedad del instituto. Risa fácil, ropa justa, mirada de fuego. Sabía de su poder y lo usaba con la habilidad de una emperatriz caprichosa. Tomás se enamoró de ella como se ama en la juventud: sin medida, sin juicio, sin red. Le escribía cartas con tinta azul, las firmaba con su nombre real. Le dejó una flor seca —un cardo— en su pupitre, como un símbolo de lo que sentía: bello, pero punzante.

Carla se rió. No sola. Lo compartió. Las cartas, los poemas, el cardo. Lo leyó en voz alta una mañana, fingiendo voz temblorosa, burlona, entre risitas ajenas y ojos que lo escudriñaban como a un animal patético. Y luego, lo peor: lo acusó de seguirla, de decirle cosas obscenas. Lo dijo llorando, con voz rota. El director, los profesores, los padres… todos dudaron de él. Hasta su madre lo miró distinto durante una semana.

Pero no fue expulsado. No porque le creyeran, sino porque no había pruebas. Solo palabras. Y las palabras, cuando son falsas, muerden más que cualquier diente. Tomás dejó de ir al instituto unos días. Pasó las tardes entre los campos de cardos secos, con el sol apuñalándole el rostro, escribiendo sin parar, enterrando el dolor en cada frase. Allí entendió una verdad simple: nadie vendría a salvarlo.

El pasar del tiempo cura las heridas

Los años pasaron. Tomás se hizo ingeniero. Nunca volvió a confiar en nadie lo suficiente como para amar. Vivía en un piso lleno de plantas, música suave y una rutina férrea. Aprendió a cocinar, a disfrutar de su soledad, a decir que no sin culpa. Nadie hablaba de aquel escándalo adolescente. La memoria colectiva era perezosa y selectiva. Él no. Él recordaba cada palabra.

Carla también siguió su camino. Vivió deprisa, rodeada de hombres que la adoraban por unas semanas y luego se desvanecían como humo. Se sentía deseada, poderosa. Disfrutó cada caricia, cada noche de pasión, cada promesa rota que ella misma no se tomaba en serio. No se casó. Nunca duró con nadie más de un par de años. Con el tiempo, el espejo dejó de devolverle la misma imagen. Las miradas masculinas empezaron a ser condescendientes o ausentes. Las mujeres más jóvenes la rodeaban como lobos frescos. Y ella, que había sido un huracán, ahora era un recuerdo incómodo. Un juguete que ya no suena.

Reencuentro y recuerdo de los campos de cardos secos

Un día de primavera —una de esas primaveras que parecen otoño— lo vio. Tomás salía de una librería con una bolsa de papel bajo el brazo. Él la reconoció enseguida. Ella también. Lo llamó. Él se acercó, educado, con una sonrisa leve.

—Qué cambio… —dijo Carla, como si le costara reconocer que el chico torpe se había convertido en un hombre atractivo, seguro, con una paz extraña en los ojos.

Hablaron. Café mediante. Ella se mostró interesada. Le habló de sus terapias, de cómo había crecido, de cuánto había cambiado. Insinuó una nueva amistad. Tal vez algo más. Tomás escuchaba. Asentía. Reía, incluso, de vez en cuando. Pero había una puerta cerrada detrás de sus ojos.

Ella lo sintió. El hielo. La barrera. El “me alegro de verte, pero ya no me importas”. Se removió en su silla. El orgullo herido es veneno.

—¿Todavía me guardas rencor? —preguntó, sin mirarlo del todo.

—No. Ya no. —respondió él, con una voz suave, como si hablara del clima—. Pero tampoco me olvido.

Carla intentó disimular su incomodidad, pero por dentro hervía. ¿Cómo se atrevía él a rechazarla? ¿Él? El mismo al que había humillado, el que temblaba con solo verla sonreír. Quiso herirlo, como antes. Imaginó decir que la había acosado de nuevo. Una insinuación bastaría. Sabía cómo hacer daño. Siempre supo.

Pero algo en su rostro le impidió actuar. Tomás no temía. Ni se defendía. Solo la miraba con una compasión que la desarmó. No había odio. Ni deseo. Solo la certeza de que ella, en algún momento, perdió algo precioso. Y no lo supo ver.

Una despedida agridulce

Se despidieron con una cortesía tibia. Ella se fue con el corazón apretado, entre la vergüenza, la rabia y la nostalgia. Pensó en escribirle. En aparecer otra vez. En destruirlo si era necesario. Pero en el fondo sabía que él ya no estaba al alcance de su mundo.

Él volvió a su casa. Puso música. Regó las plantas. Abrió un vino. El encuentro le removía recuerdos antiguos, sí, pero no heridas. Porque a veces —y solo a veces— los cardos no solo sobreviven: florecen.

Y lo hacen solos.

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