El cuadro del payaso
el cuadro del payaso

Hoy os quiero narrar una historia que despertará vuestros temores; un personaje siniestro que será protagonista en vuestras pesadillas: el cuadro del payaso.

En una tranquila ciudad, rodeada de calles adoquinadas y parques que murmuraban historias al pasar del viento, se erguía una casa antigua, oculta en un rincón frondoso donde los árboles se alzaban como guardianes silenciosos. A pesar de estar en el centro de la urbe, el tiempo parecía haberse detenido en aquella casa, cuyo encanto decadente y misterioso atraía miradas curiosas y murmullos de los vecinos. La casa había estado vacía por décadas, un gigante adormecido que esperaba el despertar de nuevos inquilinos para revelar sus secretos.

Una joven familia, ansiosa por comenzar un capítulo en sus vidas, decidió comprar la casa. Su aspecto, aunque deslucido por los años, poseía una estructura fuerte y un aire de nobleza olvidada. Apenas necesitaron reformas, pues los interiores se habían mantenido en sorprendente buen estado, como si los ecos del pasado hubieran protegido sus paredes y susurros. Decidieron conservar los muebles antiguos y los elementos decorativos que aún persistían, desde los candelabros de hierro forjado hasta los retratos polvorientos que se colgaban en el corredor principal.

Pero había una pieza en particular que destacaba, ubicada en el recodo de una majestuosa escalera de madera tallada que conducía al piso superior. Era un retrato, una pintura al óleo que parecía mirar más allá del tiempo. El cuadro mostraba a un payaso vestido con el atuendo de otra época: ropas de colores apagados y un maquillaje meticulosamente elaborado. Lo que más inquietaba de la figura no era su sonrisa ausente ni la expresión solemne de su rostro, sino la posición de su mano izquierda, que se alzaba frente a él con los cinco dedos extendidos y bien definidos, como si deseara atrapar algo invisible.

La familia debatió la posibilidad de retirarlo, pues la figura resultaba desconcertante, pero al final, decidieron que su carácter único añadía un toque de autenticidad y misterio al hogar. Lo dejaron donde estaba, suspendido sobre la pared, vigilando la subida y la bajada de los residentes.

Los primeros meses en la casa fueron de dicha y descubrimientos. Cada rincón parecía contar una historia diferente; las risas de los niños resonaban por los pasillos y las veladas familiares se llenaban de sueños sobre el futuro. Sin embargo, con el pasar de las semanas, pequeñas cosas empezaron a suceder. Susurros que nadie podía atribuir al viento, sombras que se deslizaban por el rabillo del ojo, y una extraña sensación de frío que impregnaba la casa al caer la noche.

El padre de la familia, quien a menudo pasaba tardes en el salón revisando papeles de trabajo, fue el primero en notar un detalle que le heló la sangre: la mano del payaso en el retrato había cambiado. Uno de los dedos, que antes se alzaba con el resto, ahora apuntaba hacia abajo. Convencido de que se trataba de una broma de mal gusto o de su propia imaginación, no mencionó nada a su esposa ni a sus hijos. Pensó que tal vez la tensión de las últimas semanas le estaba jugando una mala pasada.

No pasó mucho tiempo antes de que las sospechas se convirtieran en algo más tangible. Una noche, mientras el resto de la casa dormía, un grito resonó desde el dormitorio principal. La madre se despertó sobresaltada y encontró al padre inerte sobre la cama, con los ojos abiertos y una expresión de absoluto terror esculpida en su rostro. No había señales de lucha ni indicios de lo que había ocurrido. Los médicos certificaron la muerte como un paro cardíaco repentino, algo difícil de aceptar para una persona tan vital y saludable como él.

El luto envolvió la casa en un manto de sombras, pero lo que pocos advirtieron fue el cambio en el cuadro. Ahora, solo cuatro dedos permanecían levantados, y el silencio se convirtió en un huésped permanente en aquel hogar. Las semanas transcurrieron y la tragedia se repetía. Una de las hijas, que apenas había cumplido diez años, fue encontrada sin vida en su cama, con una expresión similar a la de su padre. Otra vez, la mano del payaso bajó un dedo.

El pánico se instaló en la casa como un espectro. La madre intentó buscar explicaciones racionales, pero la lógica se desmoronaba ante lo imposible. Finalmente, el número de dedos bajados coincidió con el número de vidas que se extinguieron, hasta que solo quedaba la madre, la última testigo de aquella aterradora danza de muerte.

Una noche de tormenta, las llamas se alzaron repentinamente en la casa, iluminando la oscuridad con un resplandor infernal. Los vecinos, aterrados, observaron cómo el fuego devoraba la mansión sin compasión, silueteando la figura de la madre que parecía contemplar su destino con resignación desde una ventana. Los bomberos lucharon contra la voracidad de las llamas, pero solo lograron rescatar unos pocos enseres calcinados. Entre ellos, intacto como un espectador macabro, estaba el retrato del payaso. Sus cinco dedos, como al principio, se alzaban de nuevo, completos, como si nunca hubieran señalado la tragedia.

Desde entonces, la historia de la casa y su extraño retrato se convirtió en leyenda. Nadie quiso comprar la parcela, y el cuadro fue llevado a un depósito donde, se dice, aquellos que se atrevían a mirarlo por demasiado tiempo sentían que algo en él había cambiado, como un latido oculto entre pinceladas. Y así, la figura del payaso permanece, esperando quién sabe qué, con los cinco dedos en alto, como un saludo ominoso a quien se atreva a contemplarlo.

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