El Monasterio de San Miguel Arcángel, situado en el corazón de El Puerto de Santa María, es uno de los testimonios arquitectónicos y espirituales más emblemáticos de la ciudad. Su historia se remonta al siglo XVIII, cuando la necesidad de ampliar el ámbito de la vida contemplativa llevó a trasladar parte de la comunidad religiosa procedente del convento sevillano de Santa Rosalía a estas tierras. Su fundación, estrechamente ligada a iniciativas y decisiones de mujeres religiosas comprometidas, constituye un ejemplo singular del fervor y la organización religiosa de la época.
El proyecto original surgió a raíz de la idea de Sor Josefa de Palafox y Carmona, quien visualizó la posibilidad de establecer un nuevo convento en El Puerto de Santa María. Tras su fallecimiento en 1724, fue su sucesora, Sor Clara Gertrudis Pérez, quien asumió la responsabilidad de materializar este sueño. En 1727, mediante gestiones y tras conseguir el visto bueno de las autoridades locales –en concreto, de Don Nicolás de Córdoba y de la Cerda, Duque de Medinaceli– se obtuvo la licencia necesaria para erigir el nuevo edificio, marcando así el punto de partida de una obra que integraría en su estructura la devoción y el arte de la época
Inicio de la construcción del monasterio de San Miguel Arcángel
En enero de 1730, cuando la ciudad ya había sido formalmente incorporada a la Corona, se produjo el traslado de las primeras religiosas desde Sevilla. Inicialmente, la comunidad se instaló en un modesto hospicio, el de Santa Lucía, cuya precariedad y limitaciones empujaron a las fundadas a buscar un emplazamiento más adecuado para su vida de recogimiento y oración. La búsqueda condujo a la adquisición de terrenos en una zona conocida como “la Cruz Verde”, situada en la Calle Larga, que se convirtió en el escenario idóneo para el desarrollo del nuevo convento.
El 24 de septiembre de 1733 se colocó la primera piedra del edificio, en una ceremonia que contó con la presencia del arzobispo de Sevilla, D. Luis Salcedo y Azcona, quien no escatimó en generosas aportaciones propias para la construcción. Bajo la dirección del maestro de obras Andrés de Paniagua y la supervisión del síndico Francisco de Vos, se inició una labor que duraría varios años. La instalación de la comunidad se realizó el 25 de agosto de 1736, una vez concluidas las celdas y demás dependencias destinadas a albergar a las religiosas. La inauguración se celebró con una procesión que reunió a autoridades civiles y eclesiásticas, evidenciando la relevancia del nuevo convento para la ciudad.
Iglesia del monasterio de San Miguel Arcángel
La iglesia, pieza central del conjunto, fue concebida con una planta rectangular y una única nave cubierta por una bóveda de cañón. Su construcción culminó en 1747 y se completaron los trabajos artísticos en 1754, destacando especialmente el retablo mayor, cuya ornamentación en dorado es testimonio del esplendor y la devoción del momento. La fachada principal conserva, hasta el día de hoy, una portada adintelada flanqueada por pilastras toscanas, en cuyo centro se encuentra una hornacina que alberga la imagen de Santa Clara, símbolo de la protección y guía espiritual de la comunidad
Uno de los rasgos arquitectónicos más singulares del monasterio es su claustro. A diferencia de otros conventos de la época, este no se configura en torno a galerías porticadas, sino que se caracteriza por la solidez de sus muros, interrumpidos únicamente por tres puertas adinteladas en cada uno de sus laterales. El patio central, de forma octogonal y rematado por una fuente, añade una dimensión de recogimiento y serenidad al conjunto, evidenciando el equilibrio entre funcionalidad y estética que caracterizó la construcción del edificio.
Traslado de la comunidad religiosa
A lo largo de los siglos, el Monasterio de San Miguel ha sido testigo de numerosos cambios. Durante gran parte de su historia, fue el hogar de la comunidad de Clarisas Capuchinas, que, además de su vida de oración, se dedicaba a labores manuales y al servicio de la comunidad local. Sin embargo, a finales del siglo XX, los problemas de conservación y el deterioro estructural llevaron a las religiosas a trasladarse a un nuevo convento, en el Pago de la Caridad, el 10 de octubre de 1975. Este éxodo marcó el inicio de una transformación que, con el tiempo, implicaría la reinvención del patrimonio.
Una puesta en valor de histórico monasterio, transformado en hotel
El antiguo convento, cargado de historia y de un innegable valor arquitectónico, fue adquirido posteriormente por entidades privadas y en 1989 se convirtió en lo que hoy conocemos como el Hotel Monasterio de San Miguel. A pesar de su nueva función, se han conservado numerosos elementos originales: la portada con la imagen de Santa Clara, la disposición del claustro y, en especial, la estructura de la iglesia, que hoy se utiliza para actividades culturales y sociales. Esta adaptación ha permitido que la esencia histórica y espiritual del edificio se mantenga intacta, convirtiéndose en un puente vivo entre el pasado y el presente de El Puerto de Santa María
Testimono de la vida cultural y religiosa en El Puerto de Santa María
La historia del monasterio es, en definitiva, un reflejo del devenir cultural y religioso de la ciudad. Desde sus inicios, su construcción estuvo marcada por el impulso de mujeres religiosas que, con fe y determinación, buscaban ofrecer un espacio de recogimiento y servicio. La participación de ilustres autoridades eclesiásticas y civiles en su edificación subraya la importancia que tuvo este proyecto para la comunidad, convirtiéndose en un punto de referencia en el entramado urbano y espiritual del Puerto. Hoy, albergado en un moderno hotel, el antiguo monasterio sigue siendo un testimonio vivo de la historia y la identidad de la ciudad, recordándonos la riqueza cultural y la profunda herencia religiosa que han forjado el carácter de El Puerto de Santa María
El Monasterio de San Miguel Arcángel no es solo una obra arquitectónica de gran belleza y valor artístico, sino también un símbolo de la perseverancia y la devoción de una comunidad que supo dejar una huella imborrable en la historia de la ciudad. Su evolución, desde un humilde hospicio hasta convertirse en un moderno centro cultural y hotelero, es un claro ejemplo de cómo el patrimonio histórico puede ser reinventado sin perder su esencia, ofreciendo a las nuevas generaciones la posibilidad de conectar con el pasado y apreciar el legado espiritual y artístico que perdura a través del tiempo.



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