En los rincones olvidados de la campiña jerezana y en los bordes tranquilos de la Bahía de Cádiz, descansan silenciosas las huellas de un pasado detenido. Casonas antiguas, hoy carcomidas por el tiempo, resisten con dignidad el abandono. Sus muros agrietados, cubiertos de líquenes y sombras, susurran historias que el viento aún se atreve a contar. Es fácil toparse con estos edificios, desprovistos de vida pero rebosantes de memoria. Hoy me dispongo a explorar un cortijo abandonado.
El acceso a ellos rara vez representa un obstáculo. Cruzar sus umbrales es adentrarse en una cápsula de historia. Las estancias, aunque desfiguradas por los años, permiten imaginar el bullicio de una vida anterior: los pasos por corredores ya vencidos, la luz colándose por ventanas ahora rotas, y el eco de voces que un día dieron sentido a esas paredes.
Pero más allá del romanticismo de lo ruinoso, lo que se impone es una sensación de respeto. La decadencia no resta valor: lo transforma. Aquellos que se aventuran deben hacerlo con humildad, entendiendo que no es solo una exploración, sino una visita a lo que queda de una existencia que merece ser contemplada con reverencia.
Entre sombras y ecos de este cortijo abandonado
Recorrer uno de estos cortijos abandonados es una experiencia que va más allá de la simple curiosidad. Hay algo profundamente introspectivo en caminar sobre suelos invadidos por la maleza, bajo arcos que aún se niegan a caer. La arquitectura, incluso en su deterioro, conserva una belleza que conmueve: molduras medio borradas, esquinas derruidas por el viento, un campanario sin campana que se alza todavía, desafiante, contra el cielo.
La imaginación se convierte en compañera inevitable. Uno se pregunta quién vivió ahí, cómo transcurrieron sus días, qué risas o penas se entrelazaron con la piedra y la cal. La vegetación reclama lo que alguna vez fue humano, y en esa lenta fusión entre naturaleza y ruina se revela una poética del abandono.
He aprendido a caminar estos espacios con cautela, no solo por el riesgo físico que pueden representar, sino por el peso invisible de lo que contienen. Es un ritual casi silencioso, donde cada paso parece una pregunta, cada rincón una respuesta parcial. Porque estos lugares, aunque callados, aún hablan. A veces, basta cerrar los ojos para escuchar lo que queda.
Crónica de una visita
Hace algunos meses, movido por esa mezcla de fascinación y respeto, decidí visitar una de estas casonas olvidadas. La entrada, enmarcada por un arco aún firme, daba paso a un mundo detenido. Con la cámara en mano y la atención puesta en cada detalle, recorrí los vestigios de lo que fue. Tomé fotografías, grabé fragmentos de vídeo, intentando capturar no solo la imagen, sino también la atmósfera que envolvía el lugar.
No era solo un registro documental. Era un intento de devolverle algo de voz a ese silencio antiguo. Las sombras jugaban con la luz del atardecer, y cada habitación recorrida era una escena de una obra sin guion. Al editar el material, quise ser fiel a esa sensación: no intervenir, no romantizar en exceso, solo mostrar lo que vi y sentí.
Hoy comparto ese testimonio visual como una invitación a mirar con otros ojos estos espacios que, aunque olvidados, aún tienen algo que decir. Visitar ruinas no es buscar lo que falta, sino aprender a apreciar lo que quedó. Y en esa mirada atenta, tal vez, encontrar un reflejo más profundo de lo que somos.













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