casa abandonada
casa abandonada

El sol de mayo en El Puerto de Santa María se filtra entre las nubes, proyectando sombras alargadas sobre un paisaje. A primera vista, parece un lienzo descolorido. Pero para un explorador urbano, cada esquina, cada ruina, es una promesa de historias no contadas, de secretos susurrados por el viento. Hoy, mi brújula interna me ha llevado a un lugar que, a pesar de su sencillez, rebosa de un magnetismo peculiar. Se trata de una casa abandonada, perdida a un lado del camino que serpentea hacia la misteriosa Laguna Juncosa.

No es una mansión imponente ni un castillo gótico; es una estructura humilde, de líneas rectas y construcción rústica. Presumiblemente levantada con la practicidad en mente más que con la ostentación. Su fachada, de un beige desvaído por el sol y el salitre del cercano Atlántico, presenta las cicatrices de la intemperie y el inexorable paso del tiempo. Las ventanas, despojadas de sus cristales, son cuencas vacías que miran al horizonte con una melancolía que te cala hasta los huesos. El vandalismo ha dejado su huella en forma de grafitis desordenados, garabatos que, lejos de estropear la escena, se suman a la narrativa de este lugar olvidado. Unos cuantos arbustos de palmito, robustos y resistentes, han crecido alrededor de la casa. Forman una barrera natural que, en lugar de ocultarla, la enmarca con una belleza salvaje.

El aire, denso con el aroma de la tierra seca y la brisa marina, me invita a cruzar el umbral. No hay puerta, solo un vacío que te succiona hacia el interior. Cada paso es una pisada sobre un suelo de tierra compactada, que cruje bajo mis botas, una sinfonía de ecos que resuenan en el silencio. La primera impresión es de desolación, sí, pero también de una extraña belleza. La luz, que se cuela por los huecos de las ventanas, ilumina motas de polvo que danzan en el aire, pequeños universos suspendidos en el tiempo.

Las paredes interiores, desnudas de cualquier revestimiento, revelan la crudeza de su construcción. Ladrillos a la vista, argamasa desmoronada, una paleta de grises y ocres que cuentan la historia de una vida que ya no existe. A medida que avanzo, mi imaginación empieza a trabajar, construyendo hipótesis sobre el propósito original de este espacio. Hay una sensación palpable de amplitud, de diáfanos compartimentos que sugieren una función práctica. El suelo, aunque cubierto de escombros y restos de vegetación seca, parece haber soportado un peso considerable en algún momento.

Es entonces cuando mi mirada se detiene en ciertos detalles: el tamaño y la distribución de las estancias, la robustez de las paredes interiores que podrían haber servido como separadores de corrales o establos, y la ausencia casi total de elementos decorativos o de mobiliario que sugieran un uso puramente residencial. La mente empieza a hilar: esta casa, con su construcción sencilla y su ubicación estratégica a un lado del camino rural que conduce a la laguna, bien pudo ser un puesto avanzado para la ganadería.

Me imagino a los animales, rumiando tranquilamente en el interior, sus cuerpos robustos llenando el espacio con un calor y un aroma característicos. Pienso en los ganaderos, quizás familias enteras, que dedicaron sus vidas a la cría de ganado en estas tierras. ¿Cuántas jornadas habrán comenzado y terminado aquí? ¿Cuántas charlas, risas y preocupaciones habrán resonado entre estas paredes ahora silentes? La atmósfera se carga con el peso de estas preguntas sin respuesta, con la melancolía de un pasado que se desvanece en el olvido.

Un pequeño montículo de lo que parecen ser restos de madera y paja en una esquina refuerza mi teoría. Es como si la casa, en su abandono, aún retuviera la esencia de su propósito. Las ventanas rotas, lejos de ser una debilidad, se convierten en miradores hacia el pasado, marcos que enmarcan escenas imaginadas de ganado pastando en los alrededores, de la vida rural que una vez floreció aquí.

El exterior, con su vegetación que reclama poco a poco su terreno, añade otra capa a esta narrativa. Las palmeras enanas y la hierba seca, que se mecen al viento, son como los guardianes de este santuario del tiempo. Parecen decir: «Aquí hubo vida, y la naturaleza, en su sabiduría, está reclamando lo que le pertenece».

Antes de marcharme, doy un último vistazo al interior. La simplicidad de la construcción, la ausencia de artificios, me conmueve. Es un recordatorio de que no todas las historias urbanas requieren de grandiosas arquitecturas. A veces, las más profundas y resonantes se encuentran en los lugares más humildes, en las ruinas que nos hablan de una vida sencilla pero plena.

La casa abandonada en el camino a la Laguna Juncosa no es solo un montón de escombros. Es un testamento a la perseverancia, al trabajo, a la conexión del hombre con la tierra. Y para un explorador urbano, es un lienzo en blanco sobre el que se proyectan los ecos del pasado, invitándonos a escuchar las historias que el viento aún susurra.

casa abandonada junto a la laguna juncosa
casa abandonada junto a la laguna juncosa
inicio la exploración por uno de los laterales
inicio la exploración por uno de los laterales
observo que, por la parte de atrás hay otra entrada con ventanales tapiados
observo que, por la parte de atrás hay otra entrada con ventanales tapiados
el vandalismo y la basura se adueña del interior de la casa
el vandalismo y la basura se adueña del interior de la casa
presumiblemente, esta casa estuvo dedicada a la explotación ganadera
presumiblemente, esta casa estuvo dedicada a la explotación ganadera

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