la condena de la verticalidad
la condena de la verticalidad

Capítulo 1: La tiranía del óxido

Nadie nos advirtió sobre la sed del barro. El río Guadalete no fluye; repta. Yo, el casco rojo y amarillo, mantengo la verticalidad por pura arrogancia. Me aferro a mi quilla como un rey depuesto que se niega a soltar su corona de astillas. A mi lado yace Él. El Caído. Ese bote menor, volcado, con el vientre de madera expuesto al sol inclemente, se rindió hace lunas. Lo llamo traidor. Lo llamo débil.

El horizonte muestra puentes de acero y cables eléctricos. Ellos zumban con electricidad y propósito. Nosotros crujimos. El viento salino arranca tiras de mi pintura. Cada escama que cae es un recuerdo que pierdo. Ayer olvidé el nombre de mi patrón. Mañana olvidaré el sabor de la sardina. Pero no me tumbaré. La gravedad es un enemigo paciente, pero yo soy un viejo terco.

Capítulo 2: La invasión silenciosa

El enemigo no viene del mar. Viene de la tierra. Observa la hierba. Esa vegetación suculenta, verde y carnosa, avanza milímetro a milímetro. No trae armas, trae raíces. Quieren convertir mi madera en su abono. El Caído ya ha aceptado el abrazo. El musgo lame sus costillas rotas.

—Levántate —le grito con el crujir de mis cuadernas cuando sube la marea.

Él no responde. Solo ofrece su espalda grisácea al cielo, como un escudo inútil. El agua llega, lame nuestros costados y se retira. Es una burla. El río ya no nos quiere. Nos ha escupido sobre este lecho de piedras afiladas y fango negro. Somos la basura de la marea, el descarte de una historia que el agua prefiere no contar.

Capítulo 3: El espejismo del reflejo

Miro el agua estancada frente a mí. Veo mi reflejo distorsionado. La línea amarilla de mi borda parece una sonrisa macabra. La pintura roja parece una herida abierta que nunca cicatriza. Ahí, en el espejo líquido, todavía floto. En esa dimensión inversa, todavía corto las olas y las gaviotas celebran mi paso.

Es una mentira piadosa. La realidad es este suelo duro. Siento cómo la podredumbre ablanda mi vientre. Los gusanos escriben su propia historia en mis entrañas. Hacen túneles, construyen ciudades en mi esqueleto. Me comen desde dentro mientras yo sigo fingiendo que miro al horizonte, esperando una pleamar que sea lo suficientemente fuerte para liberarme, o lo suficientemente violenta para destrozarme. Cualquiera de los dos destinos es mejor que esta espera estática.

Capítulo 4: La revelación del caído

Una garza se posa sobre el Caído. Picotea la madera blanda. Entiendo entonces algo terrible y hermoso. Él no se cayó. Se acostó.

Él comprendió antes que yo la futilidad de la resistencia. Al volcarse, protegió su interior. Al abrazar el suelo, se hizo uno con el paisaje. No sufre el viento en su cara ni el sol en sus bancos. Él descansa. Yo, en mi postura erguida, soy un monumento al dolor. Mis tablas gimen, mi estructura se tensa luchando contra un peso insoportable. Mi dignidad es mi tortura. Su rendición fue su liberación.

El puente al fondo sigue inmutable, ajeno a nuestro drama de madera y clavos. El mundo sigue girando, los trenes pasan, la gente vive. Y aquí, en el lodo, la verdadera batalla no es contra la muerte, sino contra el ego.

Moraleja

La resistencia obstinada a menudo disfraza el miedo a la transformación.

Pasamos la vida luchando por mantenernos erguidos, aferrándonos a viejas identidades y estatus («la pintura brillante»), despreciando el descanso y el cambio. A veces, lo que juzgamos como fracaso o caída es, en realidad, la sabiduría de saber cuándo soltar, cuándo dejar de luchar contra la corriente y, finalmente, encontrar paz en la aceptación de nuestra propia naturaleza transitoria.

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