paisajes del río Guadalete
paisajes del río Guadalete

Las gabarras yacían inmóviles al amanecer, apenas siluetas de madera reseca que el tiempo había erosionado. Sus costillas al aire dibujaban sombras sobre el río Guadalete, frente a las salinas de la Tapa y Marivelez, mientras el rocío matinal se posaba sobre el casco roto. Hace apenas unas décadas, esas embarcaciones libraban a diario un ir y venir constante: cargaban sacos de sal, barricas de vino, telas, aceite o grano. Partían desde los varaderos, donde carpinteros de ribera dominaban el arte de calafatear y ensamblar cuadernas, soldando madera con martillos y estopa.

Hoy solo está su memoria viva en los relatos de los vecinos mayores que recuerdan la voz ronca y dulce de quienes aprendieron el oficio desde niños, al calor del taller, como José Marroquín, que a los ocho años ya era aprendiz de carpintero de ribera entre el Callejón de Aguado y la Plaza del Polvorista. Aquellos talleres, próximos a varadero Pastrana, devolvían barcos al río una y otra vez, y cada clavazón tenía el sello de manos maestras. Aquí, entre aguas quietas y salineras, comienza nuestro viaje: una visión que confunde el ayer laborioso con nuestro presente silencioso, invitando al lector a asomarse a esa orilla hoy suspendida entre la historia y la imaginación.

Ecos de agua y oficio

Era un oficio ancestral, la carpintería de ribera; la savia de El Puerto latía en esas manos curtidas por sal y serrín. En el siglo XVIII, estos maestros mantenían viva la economía local: pescadores, bodegueros y arrieros dependían de ellos para reparar las velas, los fondos y los remos gastados por la marea. Un oficio proyectado en el pasado, pero aún vigente entonces, al pie del Guadalete.

Mientras tanto, el río era una arteria vital, conectando Jerez -el centro agrícola- con Cádiz, evitando el estrangulamiento urbano de la bahía. El Puerto de Santa María actuaba como nudo donde confluir mercancías, viajeros y esperanza. Allí se erguían muelles y embarcaderos fluviales que sostenían la vida cotidiana; allí llegaron molinos harineros, bodegas, y aquel muelle del vapor que, en la segunda mitad del siglo XIX, cambió poco a poco la fisonomía del río. Hoy, entre los esqueletos de las barcazas, se siente aún el crujir solemne de esas tablas, testigos de carga y sudor, y resuena el eco del mazo clavando estopa en la junta perfecta. Ese eco, húmedo y persistente, nos envuelve, y el lector ya está atrapado, pidiendo más de aquella orilla.

El murmullo del pasado y el último testigo

Recuerda el lector que esa orilla fue escenario del latido temprano de Andalucía: canales, muelles, barcas de cabotaje y viajeros que llegaban y partían al alba. Pero también hubo hitos como la Fuente de las Galeras, que brotaba agua fresca a la orilla del Guadalete, frente a la Plaza de las Galeras, abasteciendo a la Flota de Indias en el siglo XVIII, traía manantiales desde la Sierra de San Cristóbal. Esa fuente es hoy monumento silente, pero entonces alimentaba barcos y esperanzas. En el mismo espacio donde las gabarras resistían, convivía la historia de la navegación, la vigilancia del Estrecho e incluso la autoridad marítima, con la plaza nombrada por las galeras y un muelle, el del Vaporcito, junto al río.

En esa conjunción de símbolos —un muelle, una fuente, una gabarrería silenciosa—, el lector siente la vida sencilla de antaño. Un niño escucha el golpe de los martillos, respira el aroma del alquitranado, ve a una mujer tendiendo ropa de lino frente al agua, y escucha el susurro del río como si le contara secretos: que el pasado todavía está aquí, donde las barcas ya no se mueven, pero la memoria navega en cada tabla carcomida, en cada hebra de la estopa entre los tablones agrietados.

Entre salinas y olvido, el retorno del pulso

Hoy, aquellas gabarras son esqueletos. Ya no traen ni llevan, y los varaderos duermen en el silencio que solo rompe el canto del ave migratoria. Sin embargo, hay un deseo vuelto realidad: abrir de nuevo la ciudad al río, recuperar ese diálogo entre el agua y sus calles, con un paseo fluvial largamente acariciado. En esa intención late la esperanza de revivir la memoria, con pasos que reconecten al Puerto con su propia historia.

El lector se queda con una imagen indeleble: maestros carpinteros que reconstruyen cascos viejos junto al Guadalete, mientras turistas caminan por sendas renovadas, madera nueva convive con la vieja madera, y algún día, quizá, una pequeña réplica de gabarra remolcada silenciosa serpenteará entre reflejos de sal y cielo. Esa conjunción será un puente viviente entre épocas.

La historia termina, pero el pulso no se apaga: la vida sencilla de pueblos, de oficios, de agua y madera, sigue viva en la memoria y espera, paciente, su regreso verdadero. Y así, sin darse cuenta, el lector ha sido transportado a aquella orilla de antaño, confunde ficción con realidad y se sumerge hasta el final.

paisajes del Guadalete en El Puerto de Santa María
paisajes del Guadalete en El Puerto de Santa María
esqueletos de viejas embarcaciones frente al puente que cruza el río
esqueletos de viejas embarcaciones frente al puente que cruza el río
barcas antaño valiosas y que hoy se deshacen con el paso del tiempo
barcas antaño valiosas y que hoy se deshacen con el paso del tiempo
paisajes de ribera del río Guadalete, frente al puente y las salinas
paisajes de ribera del río Guadalete, frente al puente y las salinas
descubriendo estos rincones que, antaño, estuvieron llenos de vída comercial
descubriendo estos rincones que, antaño, estuvieron llenos de vída comercial
las subidas de la marea sumerjen los restos de las barcazas dándole un aspecto fantasmal
las subidas de la marea sumerjen los restos de las barcazas dándole un aspecto fantasmal
el antiguo molino de mareas de El Puerto contempla los restos de las barcazas semisumergidas
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