convento de San Agustín
convento de San Agustín

Quien entra hoy en el patio del antiguo convento de San Agustín no imagina todo lo que ocurrió entre estos muros. El claustro, limpio y sereno, oculta siglos de conflictos, terremotos, vida religiosa, invasiones y aulas llenas de alumnos. El edificio actual casi no recuerda a aquel gran convento del siglo XVI, pero conserva la huella de una ciudad que miraba al Atlántico y al Mediterráneo a la vez.

En esta entrada recorro la historia del convento, sus orígenes, los personajes que lo levantaron, las razones de su emplazamiento y las anécdotas que lo conectan con la gran historia de El Puerto de Santa María.

De la ermita hospitalaria al convento agustino

Mucho antes de que llegaran los frailes agustinos, ya existía aquí una pequeña institución asistencial. Desde, al menos, 1521 funcionaba en este mismo solar la cofradía hospitalaria de Nuestra Señora de la Encarnación, con ermita y hospital propios. Atendía a pobres y enfermos en las afueras inmediatas del casco histórico, junto a una de las rutas de acceso desde el río.

A finales del siglo XVI muchas cofradías hospitalarias entraron en decadencia. La Orden de San Agustín aprovechó el momento y buscó un lugar para instalarse en la pujante ciudad portuense. El arzobispo de Sevilla, Cristóbal de Rojas y Sandoval, autorizó a los agustinos a tomar posesión del hospital de la Encarnación el 29 de diciembre de 1573. Esa fecha se considera el inicio del convento.

La entrada de los frailes no resultó pacífica. La cofradía y el cabildo municipal reaccionaron con tensión. Nadie había pedido permiso al ayuntamiento para introducir una comunidad religiosa en el edificio. En enero de 1574 los agustinos sufrieron una expulsión violenta del lugar. La disputa llegó al señor de la villa, el duque de Medinaceli. La sentencia de 1575 confirmó el derecho de los agustinos a permanecer y rebajó a la cofradía a simple hermandad piadosa.

El nuevo convento tomó el nombre de Nuestra Señora de la Encarnación, en memoria de la antigua ermita. Sin embargo, el pueblo empezó a llamarlo, desde muy pronto, convento de San Agustín. El primer prior se llamó fray Alonso de San Luis. Desde aquí la orden se integró en la vida religiosa y social de la ciudad.

Por qué en este lugar: un convento en una ciudad global

El emplazamiento no fue casual. En 1573 El Puerto de Santa María funcionaba como un importante centro comercial y militar. Servía de fondeadero a la flota de Galeras Reales hacia el Mediterráneo y acogía la Capitanía General de la Mar Océana, vinculada a la navegación atlántica.

Instalar un convento en esta esquina de Misericordia, Palacios, Jesús de los Milagros y Alquiladores daba a los agustinos una posición estratégica. El solar se situaba muy cerca del eje que unía el puerto fluvial del Guadalete con la Prioral y las plazas principales. Por aquí circulaban mercaderes, marineros y peregrinos. El antiguo hospital ya atendía a esa población en tránsito. Los frailes heredaron esa función asistencial y la reforzaron con la predicación y la enseñanza.

La comunidad amplió pronto el edificio. Levantó una nueva capilla mayor en 1581 y compró casas colindantes a partir de 1583. Poco a poco consolidó una gran manzana conventual con fachadas a las cuatro calles del entorno. Esa expansión muestra el apoyo de donantes locales, cargadores a Indias y familias acomodadas que veían en San Agustín un espacio de prestigio espiritual y social.

Una placa instalada en la fachada recuerda hoy que el convento se convirtió en un importante centro de estudios teológicos de la orden. Desde aquí se formaron frailes que viajaron a otros conventos de la provincia y a misiones en América. El Puerto actuaba como puerto de salida, y San Agustín, como aula y trampolín.

Arquitectura perdida: iglesia monumental y claustro superviviente

La iglesia conventual no se construyó de una sola vez. El gran terremoto de octubre de 1636, que también derribó las bóvedas de la Prioral, dañó las primeras dependencias de San Agustín. Las obras de reparación sirvieron de excusa para levantar un templo de mayores dimensiones durante el siglo XVII.

Fuentes municipales describen una iglesia de una sola nave con cuatro capillas laterales, amplio crucero con cúpula de media naranja y torre campanario. La puerta principal se abría a la entonces calle cerrada de Alquiladores, que terminaba literalmente en la fachada del templo.

El interior resultaba muy rico. El retablo mayor, ejecutado entre 1711 y 1718 y atribuido al círculo de Duque Cornejo, alcanzaba unos quince metros de altura. Mostraba santos agustinos en sus hornacinas y situaba en el centro a la Virgen de la Encarnación.

En los brazos del crucero y a lo largo de los muros se disponían otros retablos e imágenes, hoy dispersos. Varios de ellos se conservan en la Basílica de Nuestra Señora de los Milagros: el retablo del Santo Entierro, el de Santa Rita de Casia o el de Santo Tomás de Villanueva, entre otros. Rafael Alberti recuerda precisamente esta última imagen y los rezos a Santo Tomás en su obra “La arboleda perdida”, prueba de la huella que dejó San Agustín en la memoria popular.

Del conjunto original apenas queda hoy el gran claustro cuadrado, con doble galería en sus cuatro lados. La escalera principal, alabada por los cronistas del siglo XIX por su amplitud y claridad, desapareció o se transformó, igual que casi todos los revestimientos históricos. La última rehabilitación ha destapado, al menos, antiguos huecos y marcas en los muros que ayudan a reconstruir mentalmente cómo fue aquel convento.

Vida conventual, hermandades y devociones

San Agustín no fue solo un conjunto de muros. Durante los siglos XVII y XVIII albergó una comunidad numerosa. En épocas de esplendor convivieron en el edificio varias decenas de frailes, dedicados al estudio, la predicación y la atención espiritual a los vecinos del entorno.

En el templo surgieron distintas hermandades. A finales del siglo XVI se fundó la de Ánimas de San Nicolás de Tolentino. Más tarde se creó la de Nuestro Padre Jesús Nazareno, vinculada al célebre Nazareno que hoy recibe culto en la Prioral. En el siglo XVIII se añadió una Orden Tercera de Servitas. Con el paso del tiempo estas corporaciones se fueron fusionando, pero dejaron una fuerte impronta devocional.

Las capillas reflejaban esa riqueza de cultos. Había imágenes coloniales, como un Cristo de los Consuelos procedente de Paraguay, y advocaciones muy populares, como la Virgen de la Salud o Santa Rita. Lámparas de plata, lápidas con los nombres de benefactores y cuadros de indulgencias rodeaban al visitante. El claustro lucía una serie de veinticuatro lienzos con escenas de la vida de San Agustín, que acompañaban los paseos de los religiosos.

El convento también funcionó como espacio de enseñanza. La placa informativa y los estudios recientes señalan su papel como centro de estudios teológicos. Desde estas aulas se formaron sacerdotes que después marcharon a otros destinos de la orden, dentro y fuera de la Península.

Terremotos, invasiones y guerras: un edificio en la tormenta

La historia del convento se entrelaza con los grandes episodios de la ciudad. Además del sismo de 1636, el terremoto de Lisboa de 1755 provocó nuevos daños, aunque las fuentes señalan que resultaron reparables.

En 1702, durante la invasión angloholandesa de la bahía, las tropas ocuparon San Agustín y causaron desperfectos. El príncipe Jorge de Hesse-Darmstadt ordenó custodiar varios templos portuenses, entre ellos este convento, para evitar males mayores. El episodio subraya el valor simbólico y estratégico del edificio en plena Guerra de Sucesión.

La invasión napoleónica supuso un golpe todavía más duro. En 1810 las tropas francesas expropiaron el convento y expulsaron a los agustinos. La iglesia se mantuvo abierta al culto, pero el resto del conjunto se convirtió en cuartel. Fuentes municipales y rutas históricas recuerdan, además, que aquí se repartía la llamada “sopa económica” al final de la ocupación, una comida caliente dirigida a la población más necesitada.

Tras una breve vuelta de la comunidad, las desamortizaciones del Trienio Liberal (1821) y, de manera definitiva, la de Mendizábal en 1835, acabaron con la presencia agustina. La iglesia siguió abierta hasta la Revolución de 1868, de fuerte carácter anticlerical. A partir de entonces, el edificio inició un proceso de transformación que borró casi todas las huellas conventuales.

De convento a colegio: usos contemporáneos y recuperación

Tras la exclaustración, el Estado tomó posesión del edificio y lo destinó a la enseñanza. A partir de 1840 funcionó como centro educativo. Esta vocación escolar explica muchas de las reformas posteriores: compartimentaciones interiores, apertura de nuevos huecos y adaptación de las antiguas celdas a aulas.

En las primeras décadas del siglo XX la prioridad urbana pesó más que la conservación patrimonial. La iglesia cerraba el paso entre la calle Alquiladores y Jesús de los Milagros. El callejón, convertido en un foco de suciedad, llevó al derribo de la zona de los pies del templo para abrir la comunicación. A mediados del siglo XX se demolieron los restos que quedaban de la nave y el crucero. El gran retablo mayor se desmontó y se trasladó a la Prioral, donde hoy se puede contemplar, integrado en la capilla del Santo Entierro.

Desde mediados del siglo XIX hasta inicios del XXI el inmueble mantuvo un uso docente. En los últimos años como colegio, y, tras su cierre, como sede del Conservatorio de Música Rafael Taboada, además de alojar entidades culturales como el Orfeón Portuense o colectivos ciudadanos.

A comienzos del siglo XXI una intervención municipal rehabilitó fachadas y el claustro. Las obras sacaron a la luz vanos cegados, marcas en los muros y restos que permiten leer mejor la evolución del edificio. Paralelamente, el Ayuntamiento impulsó visitas guiadas bajo el programa “De par en par”, que despertaron un gran interés ciudadano.

En 2012 la Concejalía de Patrimonio Histórico colocó una placa en la fachada de la calle Misericordia. El texto resume la importancia del convento y recuerda su papel en una ciudad que, en el siglo XVI, se abría al mundo como puerto de galeras y puerta atlántica.

Visitar hoy el convento de San Agustín: leer el pasado en el claustro

Hoy, cuando atraviesas la puerta del antiguo convento, el silencio del claustro crea un contraste con el bullicio de las calles. El pavimento moderno, las barandillas metálicas y las aulas recuerdan su función actual. Sin embargo, el trazado del patio y la robustez de sus muros permiten imaginar procesiones internas, rezos comunitarios, estudiantes de teología y vecinos que acudían a las misas del gran templo desaparecido.

San Agustín se ha convertido así en un lugar privilegiado para comprender la historia de El Puerto de Santa María. Aquí se cruzan la caridad hospitalaria de la Encarnación, la expansión de las órdenes religiosas en tiempos de Felipe II, el comercio atlántico, las guerras de la Edad Moderna, las desamortizaciones liberales y la apuesta contemporánea por la educación y la cultura. Todo en un único claustro que, pese a las pérdidas, sigue contando una historia extraordinaria a quien sabe detenerse a escucharla.

convento de San Agustín, fachada frontal del antiguo convento
convento de San Agustín, fachada frontal del antiguo convento
una de las fachadas laterales del antiguo convento
una de las fachadas laterales del antiguo convento

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