Hay lugares que, aunque abandonados, no están del todo vacíos. Hoy quiero que me acompañéis a uno de esos rincones olvidados por el tiempo: una antigua casa abandonada en las beatillas, en estado de ruina, situada en los alrededores de una antigua hacienda en El Puerto de Santa María.
No hay camino señalizado que conduzca hasta allí, solo una estrecha vereda entre cañaverales y zarzas, bordeada por los últimos vestigios de un olivar silvestre. Al fondo, oculta tras un muro agrietado por la humedad y el abandono, se alza lo que queda de la vivienda. No es más que un esqueleto de lo que un día fue, pero basta cruzar el umbral para que la imaginación haga el resto.
Caminamos sobre un suelo cubierto de escombros, hojas secas y fragmentos de tejas rotas. La casa, aunque vencida por los años, aún conserva una dignidad serena. El viento se cuela entre las rendijas de lo que fueron ventanas, moviendo las sombras como si aún vivieran entre estos muros los fantasmas de otra época.
Una vida atrapada en los muros de esta casa abandonada en las Beatillas
La estructura principal de la casa, o lo que queda de ella, muestra la clásica disposición de una vivienda rural de la campiña gaditana: una planta rectangular, probablemente con varias habitaciones conectadas entre sí, y un patio central desde donde se accedía a los corrales y dependencias anexas.
La vegetación ha invadido casi todo. Las raíces se abren paso entre las grietas de las paredes, y los helechos crecen en lo que antaño fue el hogar de una familia. Cuesta imaginar risas, gritos o el olor a pan recién hecho en un lugar así, pero si uno se detiene a observar los detalles —un gancho oxidado en la pared, un trozo de azulejo vidriado, una puerta que cuelga de una bisagra— es imposible no sentir que, de algún modo, la vida permanece atrapada aquí.
Al pisar con cuidado, uno casi espera oír el crujido de la madera bajo los pies, como si el tiempo, por un momento, decidiera retroceder.
Los corrales, donde dormía el silencio
A espaldas de la casa principal se abre lo que pudo ser un corral amplio, ahora convertido en un pequeño bosque salvaje. Aún se distinguen los restos de los muros que delimitaban los establos o almacenes para herramientas. Algunos postes de madera, ennegrecidos por el sol y el abandono, se mantienen milagrosamente en pie.
Aquí el silencio es aún más profundo. Solo se rompe por el aleteo súbito de alguna urraca o el crujido lejano de una rama seca. Todo está cubierto por un tapiz de juncos, ortigas y zarzamoras. El corral es ahora territorio de la naturaleza, que ha reclamado lo que el ser humano abandonó.
Pero incluso en su estado actual, uno puede imaginar cómo sería aquello en sus días de actividad: el ganado pastando, el sonido metálico de los cubos, la voz grave de algún jornalero llamando al perro. Un lugar donde cada día comenzaba con el sol y terminaba con el canto de los grillos.
Galería de ausencias
He traído conmigo una pequeña cámara y, con ella, he intentado capturar no tanto lo que se ve, sino lo que se intuye. Cada fotografía que os muestro es una puerta abierta a una historia que ya no se cuenta.
El marco de una ventana que mira al campo como si esperara aún a alguien. Un trozo de cerámica con un dibujo desvaído. La sombra alargada de una viga caída. Cada imagen es un susurro de lo que fue, un testimonio mudo de la vida que, en algún momento, habitó este rincón.
No es solo una casa abandonada en las beatillas; es un archivo emocional, un espacio suspendido entre lo que fue y lo que pudo haber sido. Invito a quienes miren estas fotos a recorrer conmigo sus estancias invisibles, a pisar este suelo cubierto de musgo con respeto y a escuchar lo que el silencio tiene que decirnos.












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