Hay rincones en El Puerto de Santa María que parecen pasar inadvertidos hasta que uno se detiene a mirarlos con calma. Eso me ocurrió una tarde cualquiera, al doblar la esquina de la calle Luna con Pedro Muñoz Seca. Entre fachadas gastadas y comercios cerrados, una torre octogonal emergía como un faro olvidado. No figuraba en ninguna postal ni en los itinerarios turísticos que tanto repiten bodegas y playas. Sin embargo, su presencia imponía respeto, como si guardara un secreto antiguo.
Me acerqué y descubrí que no era un simple añadido arquitectónico, sino la huella del primer colegio que los jesuitas levantaron en la ciudad, bajo la advocación de San Francisco Javier. Un edificio que había sido escuela para cientos de niños, proyecto de templo, incluso teatro, y que hoy sobrevive como casa de vecinos en estado precario. Al observarlo, tuve la sensación de abrir un libro cerrado durante demasiado tiempo, con páginas llenas de polvo, pero también de historias que aún esperan ser contadas.
En este artículo quiero compartir ese hallazgo. No como un inventario frío de fechas y datos, sino como un viaje personal que comenzó al alzar la vista hacia una torre casi invisible para el trajín diario, y que me llevó a reconstruir su origen, su esplendor, su abandono y la necesidad de devolverle la dignidad que merece.
Los orígenes: un colegio entre tensiones
El colegio de San Francisco Javier nació en un contexto de tensiones políticas y sociales. Los jesuitas ya trabajaban en El Puerto desde comienzos del siglo XVIII, primero en un modesto emplazamiento junto al convento del Espíritu Santo. Pero aquel espacio resultaba insuficiente para sus planes educativos. En 1719 decidieron trasladarse a las llamadas “casas de los Carreño”, situadas en el triángulo formado por las calles Nevería, Luna y San Bartolomé. Allí improvisaron un pequeño oratorio, germen de lo que sería su futura sede.
El proyecto de levantar un colegio sólido y estable encontró obstáculos desde el primer momento. La Casa Ducal, que ejercía una fuerte influencia en la vida urbana y económica de la ciudad, se opuso con firmeza a la fundación. Las motivaciones eran tanto políticas como patrimoniales: permitir el arraigo de los jesuitas suponía ceder espacio de poder en un núcleo urbano que hasta entonces orbitaba alrededor de la autoridad señorial.
La situación cambió en 1729, cuando El Puerto pasó de señorío a realengo. La Corona asumió el control de la ciudad, y el Consejo de Castilla, máxima institución administrativa de la época, aprobó en 1730 la construcción del colegio. Fue un giro decisivo: con el respaldo real, los jesuitas pudieron convertir sus aspiraciones en obra tangible.
Las primeras piedras se colocaron en 1732. El edificio creció poco a poco, con un trazado funcional que respondía a las necesidades docentes y a la vida comunitaria de la Compañía. No se trataba solo de levantar aulas; los planos incluían también un templo en la esquina de Luna con San Bartolomé, que debía reforzar el carácter espiritual de la fundación. Ese templo, sin embargo, nunca llegó a completarse.
De este modo, el colegio de San Francisco Javier se convirtió en la primera gran institución educativa de los jesuitas en El Puerto de Santa María. Representaba la voluntad de la orden de afianzarse en la ciudad y al mismo tiempo respondía a una demanda social: la de formar a niños y jóvenes en un entorno urbano en plena expansión.
Un edificio vivo, un proyecto inacabado
Las paredes aún estaban en construcción cuando las aulas ya se llenaban. Más de setecientos niños aprendían primeras letras y otros sesenta se adentraban en la gramática. El templo proyectado en la esquina nunca llegó a levantarse del todo. Y cuando en 1767 la monarquía expulsó a la Compañía de Jesús, la historia del colegio se interrumpió. Sin embargo, el inmueble siguió enseñando hasta 1838, prolongando la vocación educativa de sus muros.
Del sueño jesuita al Teatro Principal
En 1845, donde debía levantarse la iglesia, abrió sus puertas el Teatro Principal. Fue durante décadas corazón cultural de la ciudad hasta que un incendio, en 1984, lo redujo a escombros. Entre las ruinas quedaron visibles restos de la vieja fábrica jesuítica, como si el pasado insistiera en no desaparecer del todo.
La transformación del colegio de San Francisco Javier en casa de vecinos
Tras el cierre del colegio, el edificio fue perdiendo su carácter institucional. A lo largo del siglo XIX se reconvirtió en casa de vecinos, uso que mantiene hasta hoy. No hay fechas exactas, pero la dinámica urbana del momento y la desaparición del templo inconcluso explican la transición.
Lo que vemos hoy
El inmueble sigue en pie, aunque maltratado. La torre octogonal conserva su perfil altivo, con vanos de medio punto y barandilla metálica, pero la suciedad, el óxido y la pérdida de material la degradan cada día. Dentro, los patios y estancias se reparten entre varias propiedades privadas en régimen de casa de vecinos. Ninguna institución lo cuida, aunque asociaciones como Betilo llevan años reclamando una intervención que lo salve del abandono.



Pasear y recordar el antiguo colegio de San Francisco Javier
Detente un instante en esa esquina. Imagina el bullicio de cientos de niños con sus libros de gramática, el eco de los maestros, el rumor de un teatro que más tarde hizo vibrar al público. La torre de la calle Luna no es solo un resto arquitectónico: es la memoria visible de un Puerto que fue escuela, templo frustrado y escenario cultural. Conservarla es mantener vivo ese relato.
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