Imagínate una estatua, un monumento erigido en honor a una figura venerable, que desde su nacimiento parece condenada a una existencia turbulenta. Cambios de ubicación, amenazas de demolición, traslados forzosos y, por fin, una restauración digna. Pero la historia de la efigie de Fray Domingo de Silos Moreno, en la gaditana plaza de la Catedral, esconde un capítulo mucho más insólito, uno que se remonta a su mismísima fundición en el arsenal de la Carraca en 1856.
Para entender la magnitud de esta aventura, primero conozcamos al protagonista. Domingo de Silos Moreno, un humilde monje benedictino, fue nombrado obispo de Cádiz en 1824. Su entrada solemne en la diócesis al año siguiente marcó el inicio de una labor incansable, dedicada principalmente a la culminación de la Catedral, que logró consagrar en 1832. Su sencillez era tal que eligió como epitafio un lema que hoy nos parecería inconcebible en una figura de su talla: «Indigno monje benedictino y más indigno obispo de Cádiz». Una declaración que anticipaba, sin saberlo, la insólita historia que su futura estatua protagonizaría.
Un homenaje «a la fuerza» y un encargo con retraso
Paradójicamente, tras su fallecimiento, comenzaron los homenajes que él mismo jamás habría deseado. El Ayuntamiento, sin dudarlo, rebautizó la Plaza de las Tablas como Plaza de Silos Moreno. No contentos con esto, un grupo de quince acaudalados gaditanos recaudó una suma considerable para erigir una estatua en su honor y recuerdo. Y aunque muchas voces se alzaron en la ciudad, argumentando que tantos honores irían en contra del espíritu sencillo del obispo, las quejas cayeron en saco roto.
El proyecto siguió adelante. La estatua fue encargada al talentoso escultor sevillano Lorenzo Baglietto, mientras que el diseño del pedestal recayó en el arquitecto madrileño Jerónimo de la Gándara. Las obras fueron dirigidas por Juan de la Vega, asegurando que cada detalle reflejara la solemnidad deseada.
Una vez que Baglietto hubo finalizado su obra maestra, la estatua de Silos Moreno fue trasladada al arsenal de la Carraca para ser fundida en cobre legítimo. Los trabajos de fundición se completaron con éxito, y se notificó a los promotores del monumento para que procedieran a su traslado a Cádiz. Pero aquí es donde la historia toma un giro inesperado: la comisión se había quedado sin fondos y el transporte de una estatua de ese tamaño era una empresa costosa y complicada.
El almirante de la Carraca, el impaciente Quesada, harto de la espera, tomó una decisión salomónica: la estatua de Silos Moreno sería colocada en la entrada del arsenal, convenientemente cubierta con grandes paños para protegerla y ocultarla a la vista.
El «milagro» de la desaparición y la astucia obrera
Allí permaneció la imponente figura, oculta a la curiosidad de todos, hasta que, por fin, una barcaza enviada desde Cádiz llegó para el tan ansiado traslado. Al retirar los lienzos, la sorpresa fue mayúscula: ¡la estatua había desaparecido!
De inmediato, los rumores de un supuesto «milagro» corrieron como la pólvora por todo Cádiz y San Fernando. La creencia popular apuntaba a que el propio monje Silos Moreno, fiel a su humildad en vida, había obrado un prodigio para evitar los vanos honores. Sin embargo, el almirante Quesada, con una visión más pragmática, no se conformó con explicaciones divinas y ordenó una investigación exhaustiva.
El misterio no tardó en resolverse. La pesquisa reveló que en los baratillos de Cádiz y San Fernando había habido una inusitada afluencia de bronce en los últimos tiempos. Además, los trabajadores de la Carraca brindaban alegremente en las tascas de ambas poblaciones, levantando sus copas a la salud y memoria de Silos Moreno. La pieza del rompecabezas estaba casi completa.
En aquellos años, la entrada principal a la Carraca no era la actual. La puerta del arsenal se encontraba junto al caño, frente a la Avanzadilla. Para acceder o salir, era necesario cruzar el caño mediante unos «bombos» flotantes que se abrían para permitir el paso de buques y embarcaciones menores. Estas maniobras, que a menudo dejaban a los obreros esperando largos ratos a las puertas del arsenal, fueron la clave de la «desaparición». Algunos ingeniosos trabajadores, aprovechando la espera, habían ido arrancando, poco a poco, pequeños trozos de bronce de la estatua.
Un nuevo «milagro» y la estatua, por fin, en su lugar
El almirante Quesada, asumiendo la responsabilidad de tan peculiar incidente, ordenó que la estatua fuera fundida de nuevo. Una vez terminados los trabajos, Quesada reunió a todo el personal del arsenal para darles un discurso memorable: «El obispo Silos Moreno era un santo. En vida no quería estatuas y ahora ha hecho el ‘milagro’ de que desaparezca. Se ha fundido de nuevo, pero pondré guardia armada para que no se repita el ‘milagro’ y además exigiré responsabilidades si se repite».
Y, efectivamente, no hubo más «milagros» espontáneos. La estatua de Fray Domingo de Silos Moreno fue finalmente trasladada a Cádiz e inaugurada en la plaza de la Catedral el 8 de septiembre de 1856, en una solemne ceremonia presidida por el obispo de la diócesis de Cádiz, Juan José Arbolí, y el alcalde constitucional de la ciudad, Adolfo de Castro.
Así, la estatua del humilde obispo, contra su propia voluntad y tras una insólita aventura, encontró su lugar definitivo, inmortalizando no solo su memoria, sino también una de las anécdotas más curiosas de la historia de Cádiz.
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