monumento a los deportados
monumento a los deportados

En un rincón del parque Canalejas, en Cádiz, se encuentra el monumento a los deportados al que quisiera dedicar esta entrada de mi blog personal y de viajes. A través de estos párrafos intentaré conocer más y mejor la historia reciente de la capital gaditana.

El paseo de Canalejas se abre al Atlántico con la cadencia de las mareas y la sombra de los ficus centenarios. En su confluencia con la calle Argantonio se levanta un monolito de granito claro. Quien camina distraído quizá crea que se trata de una simple señal urbana, pero la pieza custodia una historia de huidas, pasaportes improvisados y gratitud. Allí, Cádiz recuerda hoy a los más de quinientos judíos que zarparon hacia Haifa en enero de 1944, a Moshe Yanai –nacido Mauricio Palomo– y al diplomático Ángel Sanz Briz, “el ángel de Budapest”.

De propaganda franquista a espacio de memoria

El monolito se inauguró en 1964 para festejar los “XXV Años de Paz” proclamados por la dictadura. La leyenda exaltaba la victoria sobre la Segunda República y colocaba el símbolo bajo la advocación de un régimen que había depurado los espacios públicos de toda alusión incómoda. La legislación memorial vigente, que prohíbe la apología de la dictadura, exigía resignificar estos objetos. La ciudad optó por reciclar la pieza en lugar de retirarla, y así nació su nueva función: contar una historia radicalmente opuesta al discurso original.

La ceremonia de 2013: palabra y música frente al olvido

El 19 de octubre de 2013, asociaciones sefardíes, autoridades locales y descendientes de los homenajeados descubrieron las placas que definen el actual monumento. La trompeta de un niño gaditano interpretó el toque de silencio, y las banderas de España e Israel cubrieron la piedra hasta que Adela Sanz Briz Quijano –hija del diplomático– y Josef Mor –cuñado de Moshe Yanai– retiraron el paño. El historiador José María García León recordó entonces que Cádiz ofreció “puerto y esperanza” a quienes huían del Holocausto.

Cádiz y el éxodo sefardí de 1944

El 24 de enero de 1944 el vapor portugués Nyassa salió de Lisboa con 172 refugiados. Dos días después fondeó en Cádiz y embarcó a otros 570, muchos procedentes del Campo de Miranda de Ebro y del Hotel Playa gaditano, donde habían vivido semanas de tensa espera. Ocho días más tarde, el 1 de febrero, la nave atracó en Haifa, entonces bajo mandato británico. El trayecto se convirtió en la primera singladura civil que atravesó el Mediterráneo durante la guerra, sorteó submarinos y registró tres bodas a bordo.

El reportaje del Jewish Telegraphic Agency cifró en 742 los nombres finales de aquel pasaje; un tercio eran mujeres y un centenar eran niños. La travesía sirvió también para demostrar la eficacia de la American Jewish Joint Distribution Committee, que fletó íntegro el buque, pagó billetes y articuló una compleja red diplomática capaz de doblegar la reticencia de Madrid y Londres.

Moshe Yanai: dos nacimientos y un regreso

Entre los jóvenes ocultos tras los listados figuraba Mauricio Palomo, barcelonés de familia turco-sefardí. En Haifa recuperó el apellido hebreo –Yanai– y adoptó el nombre Moshe. Periodista y traductor, volvió a Cádiz en 2010 para agradecer la hospitalidad que había salvado a su familia. Sentado en la cafetería del antiguo Hotel Playa, evocó el día en que tocó el piano del vestíbulo para impresionar a dos chicas, horas antes de embarcar. “Nací de nuevo cuando el Nyassa entró en rada”, confesó entonces.

Ángel Sanz Briz y el visado que multiplicó vidas

El monumento honra también al diplomático zaragozano que, desde la legación española en Budapest, convirtió 200 salvoconductos para sefardíes en 5 200 visados que salvaron a judíos húngaros de la deportación. La artimaña jurídica de Sanz Briz se basó en un decreto de 1924 que reconocía la nacionalidad a los descendientes de los expulsados en 1492. Israel lo distinguió en 1989 como “Justo entre las Naciones”. Cádiz, puerto de embarque de muchos de aquellos protegidos, situó su nombre junto al de Yanai en la cara este del monolito.

Memoria reconstruida por la sociedad civil

La transformación del monumento no surgió de un plan institucional sino del impulso de colectivos como Tarbut Sefarad y Judería de Cádiz, apoyados por la diputación y voces académicas. Para el historiador García León, el nuevo sentido “restaura la deuda moral contraída con quienes partieron sin billete de vuelta” y ofrece un contrapeso simbólico a la piedra franquista.

Patrimonio con mensaje

La pieza, sobria y vertical, carece de ornato superfluo. Tres placas de bronce resumen la gesta: una dedicada a Sanz Briz, otra a Moshe Yanai y la tercera a los refugiados anónimos. La ausencia de efigies humaniza el relato y subraya que el protagonismo corresponde a las personas concretas cuyos nombres figuran –cuando se conocen– en los archivos de la Joint o del Yad Vashem. Ese minimalismo responde al objetivo de dejar hablar al texto y al lugar: el puerto, la ruta colonial, la ciudad que durante siglos exportó azúcar, sal y, aquella vez, esperanza.

El enclave funciona hoy como lugar de memoria democrática. Guías de turismo cultural lo incluyen en itinerarios que conectan la Gades romana, la Constitución de 1812 y la diáspora sefardí. Los colegios locales paran ante la piedra el 27 de enero, Día Internacional de las Víctimas del Holocausto, para leer en voz alta fragmentos de diarios infantiles. De noche, la iluminación rasante proyecta una sombra que apunta al muelle, recordando al viandante que la historia continuó mar adentro.

Un legado para la ciudad y para Europa

El monumento a los deportados no compite con las grandes esculturas gaditanas ni presume de virtuosismo plástico. Su valor radica en narrar, con economía de medios, un episodio casi desconocido del Holocausto en la península y en ofrecer a Cádiz un espejo donde reconocerse como ciudad de acogida. Europa debate hoy sobre fronteras, asilo y rescates en el Mediterráneo; la piedra de Canalejas aporta perspectiva histórica y pide no repetir la indiferencia.

Visitarla obliga a mirar el mar con otros ojos: no como frontera, sino como vía de escape y promesa de futuro. Allí, una simple losa rescata nombres, fechas y emociones que el océano podría haber borrado. Y nos recuerda que la hospitalidad, como el granito bien labrado, resiste al tiempo y a las ideologías

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