El catamarán se mece suavemente, como si la bahía de Cádiz estuviera narrando una historia antigua con cada onda que acaricia el casco. El aire huele a sal y a misterio, una combinación que solo el amanecer puede ofrecer, cuando el mundo parece olvidarse de su propio bullicio. Es la hora mágica. Mi cámara, un testigo silencioso de esta travesía, descansa entre mis manos, esperando el momento perfecto.
El primer destello de luz perfora el horizonte, pintando un trazo dorado sobre las aguas oscuras. El cielo, hasta hace un momento una masa uniforme de azules profundos, comienza a transformarse en una acuarela viva. Los naranjas y los rosas luchan por dominar la escena, mientras los últimos rastros de la noche se resisten, tiñendo de violeta los confines más alejados. En mi lente, todo se convierte en arte. Cada click de mi cámara captura no solo imágenes, sino instantes que nunca volverán.
Las formas de las estructuras metálicas del puerto adquieren una belleza casi surreal. Siluetas negras que parecen pintadas a contraluz, deslizándose como espectros sobre el espejo del agua. Algunas gaviotas se atreven a romper la quietud, sus alas extendidas trazando líneas imposibles que dividen el cielo en fragmentos. Intento atraparlas con mi lente, pero son demasiado veloces, demasiado libres. Me pregunto si saben algo que nosotros no.
A medida que el sol se alza más alto, el mundo comienza a cambiar. Las fachadas blancas de Cádiz reflejan la luz como si fueran faroles inmóviles, sus ventanas pareciendo ojos curiosos que observan cómo el día toma forma. Disparo una y otra vez, atrapando la geometría de los edificios que se funden con el caos controlado del puerto. Todo tiene una textura única bajo esta luz dorada que dura apenas unos minutos.
El catamarán avanza lentamente, su motor ronroneando como si también estuviera despertando. Un pescador lanza su red desde una barca cercana, su figura encorvada como una escultura viviente, inmortalizada en un disparo. La red se expande en el aire como un abanico, y por un instante, parece que el tiempo se detiene. Es en ese momento cuando me doy cuenta de que no estoy simplemente fotografiando paisajes. Estoy atrapando emociones, historias, pequeños fragmentos de un universo que se rehúse a ser olvidado.
De repente, el sol se libera completamente del horizonte, y el día toma posesión del paisaje. Las sombras se acortan, los colores se suavizan, y el encanto fugaz del amanecer comienza a desvanecerse. Mi cámara guarda los últimos recuerdos de esta transición, mientras el catamarán sigue su curso, dejando una estela que se confunde con las huellas efímeras de mi paso por este instante perfecto.
Hoy, el amanecer en la bahía de Cádiz me ha contado otra historia. Mañana será diferente. Y así, la búsqueda continuará.






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