Las aguas del Guadalete, al encontrarse con el Atlántico, acogen un mosaico de pequeñas embarcaciones que descansan sobre su cauce. Son barquitas de madera, algunas de vivos colores y otras gastadas por el tiempo y la sal, testigos de innumerables jornadas de pesca y travesías entre mareas cambiantes. Se mecen con la corriente, reflejando en su vaivén la calma de los días serenos o la impaciencia de los vientos levantinos que azotan la bahía.
Cada barca cuenta su historia. Las hay que se han convertido en un segundo hogar para pescadores curtidos, que a golpe de remo o motor se adentran en la marisma. Algunas, de casco aún firme, desafían los años y siguen surcando las aguas con la dignidad de antaño, mientras otras, medio hundidas, yacen como reliquias de un pasado marinero, con la pintura descascarillada y el nombre apenas legible en la popa.
Buscando inspiración a la orilla del Guadalete observando las barquitas en el río Guadalete
No faltan las que, convertidas en refugios improvisados, son perchas para gaviotas que vigilan desde su altura el paso de los barcos mayores rumbo a puerto. Otras, arrumbadas en la arena, esperan que unas manos hábiles las restauren, devolviéndoles el esplendor perdido.
Durante las primeras horas del alba, los reflejos dorados del sol se deslizan sobre sus cubiertas húmedas, mientras los pescadores preparan redes y aparejos con la destreza de quienes han hecho del río su vida. Y al atardecer, cuando el cielo se viste de naranjas y púrpuras, las barquitas, alineadas como guardianas de la desembocadura, parecen sumirse en un letargo paciente, sabiendo que pronto volverán a surcar las aguas en busca de nuevos días y nuevas mareas.










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