La brisa marina meció suavemente la arena, susurrando secretos olvidados al oído del mundo. Sobre una roca pulida por el tiempo y las mareas, encontré el escenario perfecto para capturar una fotografía que, sin saberlo, marcaría un punto de inflexión en mi forma de ver la vida. Un reloj de bolsillo antiguo, con su carátula adornada por grietas que parecían mapas de historias pasadas, descansaba sobre una concha de mar nacarada, cuyo brillo competía con el del sol en su cenit.
En la imagen, inscribí tres frases que parecían flotar entre la pátina del reloj y los reflejos de la concha: Memento mori, tempus fugit y carpe diem. La combinación de estos elementos no fue casual; cada uno de ellos encerraba un fragmento del mensaje que el universo parecía susurrarme ese día.
Mientras componía la fotografía, no podía evitar reflexionar sobre el significado de estas palabras. «Recuerda que morirás» (memento mori), decía el reloj, su tic-tac resonando como un eco eterno. Me pregunté por cuánto tiempo habría estado en manos de su primer dueño, qué historias habría presenciado antes de llegar aquí. Su existencia misma era una metáfora del paso inexorable del tiempo (tempus fugit), un recordatorio de que los minutos que se escapaban entre sus manecillas eran los mismos que se escapaban entre mis dedos.
La concha, por otro lado, representaba la belleza efímera del momento presente. Cada una de sus curvas y aristas hablaba de años de transformación, de olas golpeándola y moldeándola. Era una oda silenciosa al instante perfecto, a la necesidad de abrazar cada día como si fuera el último (carpe diem).
Mientras tomaba la fotografía, la playa comenzó a llenarse de colores cálidos, anunciando la llegada del atardecer. Las sombras alargadas del reloj y la concha se entrelazaban en un débil juego de luces y penumbras. Capturé el momento con la esperanza de que mi imagen lograra transmitir esa misma sensación de fugacidad y belleza que yo experimentaba.
En ese instante, comprendí que esas tres frases no eran solo una advertencia, sino también una invitación: recordar que la muerte es inevitable, que el tiempo es fugaz y que, precisamente por eso, cada instante es una oportunidad única para vivir. La fotografía, más que una composición estética, se convirtió en un manifiesto personal, un recordatorio constante de que la vida no espera, y que cada tic del reloj es una invitación a abrazarla sin reservas.
Días después, al mirar la imagen impresa, comprendí algo que no había notado antes: en el reflejo de la concha podía distinguir un destello, como si el sol y el mar se hubieran confabulado para dejar su firma en mi obra. Era un guiño del universo, un recordatorio de que, aunque el tiempo siga su curso implacable, siempre podemos encontrar belleza en el momento presente si nos detenemos a buscarla.
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