no escuchamos para entender, sino para contestar
no escuchamos para entender, sino para contestar

La frase que da título a este artículo quizás sea una de las aseveraciones más ciertas de las que he leído últimamente. Con todo, abunda en mi convencimiento de que en un mundo en el que cada vez tenemos a nuestra disposición cantidades enormes de información y, sin embargo, nunca hemos estado más desinformados. Vivimos en un mundo dogmático en el que nos negamos a escuchar. Más aún, solo aceptamos aquello que concuerda con nuestras ideas, rechazando cualquier otra opinión que proponga un criterio alternativo. Esas las reducimos sencillamente a ruido.

Me he basado en construir mi visión personal sobre este tema tras leer a autores como Goleman y sus publicaciones a propósito de la «Inteligencia Emocional«. Estoy convencido que es una lectura que nos puede abrir nuevos horizontes.

Detenerse y escuchar se está convirtiendo en un arte que, por desgracia, muy pocos practican, siquiera un par de veces a la semana.

Autores como Sharmer afirman que, hoy más que nunca, es necesario facilitar la apertura de los niveles más profundos de nuestra percepción emocional y trabajar en ellos, de modo que cada vez seamos más empáticos, y también más receptivos.

La naturaleza nos dotó no solo de orejas, sino de un complejo cerebro que procesa emociones y pensamientos. Ahora bien, da la impresión de que no los usamos tan a menudo como fuera deseable. No queremos que nos convenza de lo que ya suponemos o nos hemos auto persuadido de que ya sabemos. Caminamos por la vida con un piloto automático que nos hace comportarnos más como autómatas que como seres racionales.

Hay que regresar a un punto anterior a la era de la información y comprender de nuevo que la función de escucha no solo es contestar, ante todo es entender lo que se nos está diciendo. Y es algo que venimos asimilando desde muy jóvenes. Tal y como afirma Richard Saul Wuman: «En la escuela nos recompensan por tener la respuesta, no una buena pregunta«.

En el mundo en el que vivimos, con tantas redes sociales y aplicaciones de comunicación, el mayor esfuerzo diario es el de comunicar. El hacer saber a cuantos más mejor nuestro posicionamiento frente a determinados paradigmas éticos, políticos, sociales o morales. Realmente es fantástico el sentirse con libertad para expresarse, y lo sencillo que es conseguir que lleguen a cualquier rincón del planeta nuestros pensamientos. Empero, olvidamos a menudo una parte esencial de la comunicación: la de escuchar.

Si todos queremos hablar y nadie está dispuesto a atender lo que los demás tienen que decirnos, sin que apenas nos demos cuenta, caminamos hacia una sociedad cada vez más totalitaria, hostil y desconsiderada con el ser humano.

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