En la penumbra de un paraje olvidado por el tiempo, donde la noche parecía coagularse en las esquinas del alma, Judas permanecía solo. La oscuridad que lo envolvía no era solo física; era la sombra espesa de una memoria que no dejaba de doler, un eco perpetuo de remordimiento. Sus ojos, opacos y fatigados, llevaban el peso invisible de una culpa antigua, nacida aquella noche definitiva en el huerto de los Olivos. El viento, leve y persistente, murmuraba entre los árboles como si quisiera arrastrar los secretos que él aún se aferraba a guardar, esos que el mundo no quiso oír. La historia del discípulo más leal que tuvo Jesús de Nazareth.
Aislado del mundo, Judas se sumía en sus pensamientos, regresando una vez más al origen de su pena. En ese vaivén íntimo del recuerdo, comenzaba a esbozar la otra cara de su historia, una que pocos estarían dispuestos a escuchar: la versión no contada de una traición que no nació del odio ni de la ambición, sino de la obediencia, del amor y de una fidelidad desesperada.
—Comprendedme —susurró en la quietud de su refugio, con voz temblorosa, apenas un murmullo que flotó entre las paredes como una plegaria sin altar—. No fue una traición impía, no fue un acto vil. Fue una carga impuesta, un pedido que vino de labios del mismo a quien más amaba: mi maestro, mi hermano del alma.
Los recuerdos afloraban con brutal nitidez. En aquella noche sofocante de presagios, en el huerto impregnado de incienso y miedo, Jesús se le acercó con una mirada que contenía todas las verdades del mundo. No hubo reproche, ni rabia, ni súplica. Solo un pedido.
—Judas, necesito que hagas algo por mí —dijo con una serenidad que paralizó su sangre.
Y entonces vino la orden que trastocaría su mundo para siempre.
—Debes entregarme a los sumos sacerdotes.
Judas quedó mudo. El abismo se abrió ante él con esa frase. ¿Cómo podía el mismo que hablaba de amor y salvación pedir ser entregado? ¿Cómo aceptar que el maestro eligiera el sacrificio en lugar del milagro? Su lealtad, su fe, su humanidad… todo se desgarró en ese instante.
Para Judas, las razones de Jesús eran inalcanzables, como si obedeciera a una lógica superior que escapaba a la comprensión de los mortales. No fue cobardía lo que lo guio, ni codicia. Fue el doloroso deber de facilitar un designio divino, la pieza sombría de una maquinaria sagrada que reclamaba sangre para poder redimir.
—Lo hice por amor —susurró Judas, rompiéndose en la confesión que nunca antes se atrevió a decir en voz alta—. Por la convicción de que él debía cumplir un destino que yo, en mi ceguera humana, apenas podía vislumbrar. Fue un acto de obediencia que me condenó para siempre.
Las consecuencias no se hicieron esperar. La condena no vino solo del pueblo o de los apóstoles; vino del tiempo mismo. Su nombre se convirtió en sinónimo de traición, su imagen, en emblema del deshonor. Y, sin embargo, pocos conocen la verdad que él aún sostiene en la oscuridad de su exilio: que su acto, doloroso e incomprendido, fue también una forma de amor.
Así, en el rincón más inhóspito del mundo, Judas levanta la voz que la historia sepultó. No para excusarse, sino para ser escuchado. En su tragedia, busca un atisbo de redención. No pretende borrar su infamia, pero sí añadir una grieta de humanidad a la estatua pétrea del traidor eterno. Porque en el corazón de Judas, aún arde la llama apagada de una fidelidad que lo arrastró al abismo.
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